LA GÁRGOLA VERDE
Autora: Elizabeth Segoviano
Autora: Elizabeth Segoviano
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Entre inmensos y grises nubarrones se alzaba altivo el gótico castillo.
Con sus altísimos y coloridos vitrales y las amplias torres rodeadas de oscuros retorcidos corredores.
Pero lo que daba de verdad escalofríos no eran las extrañas sombras, los relámpagos ni truenos; tampoco el tenebroso eco que recorría los rincones.
Lo que hacía temblar hasta a los huesos eran los lastimeros gritos de una gárgola que cada noche en punto de las doce comenzaba su concierto de alaridos.
Mas no eran causados por un embrujo, maldición o hechizo ...
Las eternas quejas e interminables lloriqueos eran causa de la hora de la cena.
Pues a nuestra gargolita no le gustaba el menú; porque entre la sopa de Ñu, las chuletas de cocodrilo, el asado de avestruz y uno que otro filete de búfalo distraído, la gárgola se sentía infeliz.
Ya que sus tripitas chirriaban igual que una lombriz en el pico de una perdiz.
Su fría lenguita de gárgola no apetecía los viscosos platillos que cocinaba su tío, ni las chuletas ahumadas de su abuela malvada; tampoco la hirviente sopa que su mamá le daba en la boca.
¡No!
La gargolita pálida y gris añoraba cosas crujientes, jugosas, sabrosas ... algo que pudiera comer con un mondadientes.
Cosa más extraña no podía imaginar la familia Gárgola al notar que su hijita no era como los demás.
Así que una noche de torrencial tormenta el papá Gárgola voló hasta llegar a una montaña, hogar de una bruja hermitaña.
Allí la bruja le leyó los caracoles, la baraja, las runas, el té, el café ¡y hasta la planta de los pies!
Pero todo apuntaba sólo a una posible solución ...
¡Algo verde! –decía la anciana- muchas hojas, un par de tomates, berros silvestres, unos cuantos champiñones, un poco de brócoli, ramitas de apio, un diente de ajo; usted sabe, todo limpio, bien cortado y en un taco.
¡Cosa más rara!-exclamaba el papá-pues él no sabía cómo ni dónde buscar los vegetales que a su hijita podrían consolar.
Mas viendo la bruja la angustia del papá, su corazón añejo se ablandó igual que el queso, y tomando una canasta salió a su mágico huerto escogiendo vegetales grandes, jugosos y frescos.
Gracias miles-decía alegre el papá- ahora si su niña podría dejar de llorar.
De regreso en el castillo con los ingredientes, y pelando los dientes por el frío, papá gárgola se puso sus lentes, tomó el cuchillo y comenzó a picar un pepino muy fino.
Con un toque de sal, un chorrito de limón, y una pizca de comino en un elegante platón sirvió la verde ensalada sobre la enorme mesada.
Alrededor de los candelabros la familia entera rezaba por un milagro.
¡Que la niña comiera algo! Cualquier cosa ¡lo que fuera, incluso un nabo!
Entonces se sentó la pálida gargolita lista para llorar en cuanto le ofrecieran un costillar.
Pero enorme fue su sorpresa al ver sobre la mesa la verde y apetitosa ensalada, y más allá había dulsísimas rodajas de piña para contentar a la niña, y también un poco de kiwi y cerezas para la dulce princesa que gustosa engullía lechuga, pepinos, espinacas y albahaca.
Risas y cantos se escucharon por todo el castillo ¡viva! ¡viva! ya no había alaridos ni llanto.
La gárgola era feliz con su barriguita llena de germen de trigo y té de anís.
Y felices eran todos porque la hora de la cena ya no era una tortura ni una pena.
Entre inmensos y grises nubarrones se alza altivo el gótico castillo.
Hogar de la única y original gárgola verde que no tiene igual.
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