En un antiguo bosque mágico del que hoy
sólo el viento sabe susurrar su nombre, se alza espléndido un palacio que ante
los ojos humanos no es más que una montaña, pero sus torres, almenas,
deslumbrantes salones y jardines son el hogar de la reina Qüilyra Lallare,
soberana de aquel milenario bosque. La reina Lallare alguna vez había sido
designada por todos los arcángeles como la protectora de todos los seres
mágicos y de todas las criaturas inocentes, no importaba que tan grandes o tan
diminutas fueran. Por ello su reino era bien conocido como un santuario entre
elfos, duendecillos, unicornios, sirenas, luciérnagas, faunos, libélulas, aves,
y por supuesto, hadas.
Qüilyra Lallare, era una reina
trabajadora, amable y justa. Igual se le podía ver sentada en el trono, reunida
con los espíritus elementales de la tierra, que codo a codo con los
duendecillos sembrando y cosechando las parcelas que les darían sustento
durante el invierno, o cantando arrullos para los botones de flores ... aunque
también se le podía ver haciendo guardia junto a las brujas buenas en las
torres para salvaguardar los límites del santuario y el bienestar de todos los
seres que en él habían encontrado un hogar.
Entre los habitantes del bosque se
encontraba una pequeña hada de nombre Änathiz, quien no sabía muy bien cuales
eran sus dones, pues aún no llegaba a la edad adulta, por lo que sus poderes a
veces eran muy débiles o demasiado fuertes e incontrolables, pero siempre
cambiantes; un día podía hacer crecer los árboles y otro hacía llover a
cántaros, o su voz hechizaba a la luna y los animales o simplemente no ocurría
nada.
Sin embargo eso no desanimaba al hadita
Änathiz, y se ofrecía a yudar a todos en lo que pudiera, en especial a la reina
Qüilyra, por quien sentía una gran admiración.
Aquel invierno parecía haber llegado a
la mitad del otoño, y todo mundo tuvo que redoblar esfuerzos para recoger la
cosecha, pero era tan agradable estar todos resguardados en el inmenso palacio,
al calor de las cien chimeneas, escogiendo los granos, moliendo el trigo y la cebada, haciendo mermeladas, horneando
pan, haciendo sopa de hongos, envasando miel, haciendo velas, mezclando
inciensos y secando hojas de té, que todos se sentían bendecidos por tener un
hogar acogedor y amigos a quienes podían llamar familia, que no importaban las
largas horas de trabajo, y menos aún cuando la reina Qüilyra amenizaba el día
contando historias y entonando bellas canciones en las que todos los demás
hacían el coro.
Fue un día de diciembre, en el que el frío
y los fuertes vientos azotaban con fuerza puertas y ventanas que se alcanzó a
escuchar una nota musical proveniente de un arpa, era una sola nota, pero tan
hermosa y llena de sentimiento que todos en el castillo guardaron silencio,
todos excepto la reina Qüilyra, quien ordenó que abrieran el castillo de
inmediato, así que dos faunos que hacían guardia liberaron los seguros del
portal y entró un ángel envuelto en una capa blanca de alguna tela que brillaba
como las estrellas, y le entregó a la reina un pergamino.
Änathiz de inmediato corrió a la cocina
y le llevó al ángel un tazón de leche caliente con especias endulzado con miel,
al tiempo que le hacía una reverencia, él ángel, conmovido por el dulce gesto
del hada le sonrió y gustoso comenzó a beber mientras acariciaba dulcemente la
frente de la pequeña Änathiz, en ese instante el hadita sintió como si la luz
de todas las estrellas recorriera sus venas y sus pequeñas alas crecieron hasta
igualar las de las águilas. -¡gracias! – decía el hada revoloteando por todo el
castillo.
-Qeridos míos – comenzó a decir la reina
Qüilyra, hemos recibido magníficas noticias de tierras muy lejanas, los ángeles
me han escrito para decirme que hoy ha nacido el niño Dios, nuestro redentor,
nuestro Rey de reyes, hoy será un día de fiesta y agradecimiento por esta buena
nueva, pero también quiero que todos hagan un regalo, uno que venga de lo más
puro de sus almas y corazones, para que nuestro querido ángel se lo haga llegar
a nuestro niño Rey.
Al escuchar aquella noticia, todas las
criaturas del castillo sonrieron y se abrazaron, y corrieron a confeccionar sus
regalos.
Las sirenas y duendecillos poseían
piedras preciosas que pulieron y guardaron en delicados cofres finamente
tallados por los faunos, las aves, luciérnagas y libélulas hicieron atrapa
sueños mágicos que colgarían sobre la cuna del bebé, las brujitas buenas le
dieron al ángel finas botellas con arco iris y los unicornios le susurraron al
oído del ángel unas canciones tan bellas y antiguas que solo la luna sabía, el
ángel prometió ir a cantárselas al bebé cada noche.
La reina le ofreció al bebé su bosque
entero, su magia, su sabiduría y su espada, así todos reunieron hermosos
obsequios ... todos menos Änathiz quien
se encontraba angustiada pues no tenía nada que ofrecer al niño Dios.
-
Su majestad –explicaba Änathiz– yo solo
puedo ofrecer mi vida a nuestro Rey, pues no poseo nada más.
-
Tu servicio y tu don son más que
suficiente pequeña Änathiz – dijo el ángel –
-
¿Mi don mi señor? Me temo que no poseo
uno, yo quisiera regalarle al niño Dios algo hermos y único ... pero no tengo
nada.
-
Ven con nosotros pequeña –le pidieron
la reina y el ángel– viajarás con nosotros a ver a nuestro Rey.
El ángel cubrió con su capa a la reina
Qüilyra y a Änathiz y en un santiamén se encontraron en tierras lejanas, en
humilde pesebre en el que una dulce mujer mecía en brazos a un bebé hermoso.
Änathiz no podía creer que en aquel
lugar hubiera nacido el niño dios, mas
al verlo, sintió tanta ternura y amor por la criatura que no pudo resistir besarlo
en la frente, luego se arrodilló y le ofreció al niño su servicio y su vida,
pero el hadita estaba tan conmovida que se llevó las manos al rostro para
cubrir sus lágrimas, y de repente éstas se convirtieron en un par de copos de
nieve, eran hermosos y únicos e hicieron al bebé sonreír.
-
Este es
tu don Änathiz, tu puedes crear nieve, y los copos son diminutas obras
de arte, con tu magia, desde ahora en adelante anunciarás al mundo que el
invierno llega y con él, el dulce recordatorio de que nuestro Rey ha nacido.
-
¡gracias! – exclamaba el hada– yo haré
los más hermosos copos de nieve para que al verla repiquen las campanas del
mundo anunciando que nuestro Rey ha nacido.
-
¡deja que nieve Änathiz! –decía la
reina– ¡deja que nieve y celebremos!
Desde aquel día cada diciembre los bellos copos hechos a mano por el hada del invierno nos avisan que ya viene, ya viene la fecha en la que recordamos el nacimiento del niño Dios. Y que para honrarlo tan solo debemos regalarle al mundo los dones que nos han sido concedidos.
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Querida Liz, hacia tiempo que no me metía en tu blog. La verdad es que en el mío tampoco entro mucho.
ResponderEliminarTe puedo decir que tu historia me ha emocionado.
Me ha sorprendido el anuncio del nacimiento del niño Dios en un mundo de seres fantásticos. El hecho de que las lágrimas de la pequeña hada se conviertan en dos copos de nieve es de na ternura extraordinaria. Es un cuento con muchas enseñanzas. Enhorabuena.
Me alegro de que volvamos a encontrarnos.